Está claro que en los años recientes se ha acometido un gran esfuerzo en la provisión de vivienda para las familias de menores ingresos en algunas de las principales ciudades colombianas, lo cual sin lugar a dudas, representa una esperanzadora luz en la penumbra de nuestra exacerbante injusticia social. Lo que no está tan claro, es que desde el punto de vista de otros indicadores más reveladores que la cantidad, estos proyectos puedan calificarse como “buenas prácticas” en la provisión de vivienda pública (Vivienda de Interés Social Prioritario VISP y Vivienda de Interés Social VIS) y mucho menos que estos contribuyan a una real reducción de la desigualdad social.
La provisión de vivienda pública (cuyo valor máximo es de 25 millones de pesos para VISP y 63 millones de pesos para VIS) (1) si bien representa un esfuerzo económico por parte del gobierno nacional y las administraciones públicas tanto regionales como locales, para el sector de la construcción se trata de un negocio nada despreciable que ha sido y sigue siendo rentable, el que incluso en épocas de desaceleración económica resulta un importante salvavidas que le permite mantenerse a flote como lo demuestran los informes más recientes del sector. Dada esta doble condición de ejercicio público y ejecución privada, en ocasiones cuando el primero (administración local) no ejerce una efectiva regulación sobre el segundo (empresa constructora), la provisión de vivienda pública pasa de ser una función social del Estado a convertirse en un “negocito” más del sector privado en el que muy a menudo, en aras de la rentabilidad, todas las triquiñuelas son válidas.
¿Por qué estas viviendas están siempre en zonas tan alejadas y tan mal comunicadas? ¿Por qué siempre están concentradas en los mismos sectores marginales de la ciudad? ¿Cómo hace una familia para vivir en una casa tan pequeña en tal hacinamiento? ¿Por qué esos barrios tienen tan pocos parques y zonas verdes? Son todas preguntas obvias cuando en ocasiones vemos al político de turno anunciar, con bombos y platillos, un nuevo proyecto de vivienda pública, aun así no sólo no todos nos las planteamos, sino que incluso algunos cuantos ante la obviedad prefieren ignorarlas, pues como dicen, se sienten muy alejados del precario mundo de las “casas baratas”.
Para empezar, la localización desventajosa de estos proyectos de vivienda pública se debe a que es en los terrenos periféricos y con peor accesibilidad de la ciudad donde el valor del suelo es más bajo, y dado que la vivienda pública está legalmente relacionada con el término “barato” y así intrínsecamente ligada a “precario”, la decisión de la administración local sobre dónde localizar el nuevo proyecto resulta obvia. Así, la ocupación extensiva de suelo, la marginalización y el modelo de crecimiento urbano insostenible aquí parece no importarle a nadie, mientras al interior de la ciudad se finge ceguera ante los tantos terrenos sin desarrollar al igual que se hace oídos sordos a la posibilidad de llevar a cabo actuaciones de regeneración urbana por re-densificación en amplias zonas de la ciudad.
En lo que respecta a la segregación socio-espacial, no hay que ser un genio para entender que obedece a que mientras el sector público en su ejercicio de la ordenación territorial, no fomente la cohesión social garantizando que todo proyecto inmobiliario de vivienda de libre mercado, como parte de sus obligaciones urbanísticas destine algún porcentaje de su oferta a vivienda pública (modelo actual de muchas ciudades europeas) es lógico que sigamos teniendo las zonas adineradas de “gente bien” muy separadas de los barrios de viviendas pobres de “¿gente mal?”. Al margen de las tergiversaciones populistas y los comentarios clasistas maliciosos que algunos apresuradamente esgrimen, este modelo nos invita a reflexionar sobre la necesidad de reducir la estigmatización socio-espacial de la vivienda pública logrando como un primer gran paso, una participación al menos de la Vivienda de Interés Social –VIS- en la oferta de vivienda de muchas más zonas de la ciudad.
El porqué del tamaño reducido de la vivienda pública tampoco tiene secreto. Por una parte, una malintencionada interpretación del artículo 15 de la Ley 388 de 1997 (parágrafo 1), permite modificar sus estándares mínimos de calidad “…acorde con las condiciones de precio…”, es decir, que dado que es vivienda barata su producción puede ser precaria. Posteriormente el “ingenioso” decreto 2060 de junio 24 de 2004 además fijó un lote mínimo de 35 metros cuadrados para la vivienda unifamiliar, que como era de esperarse, en la práctica se convirtió en el máximo. Por otra parte, las condiciones del negocio entre la administración local y la empresa promotora permiten que ésta última, pueda maximizar el número de viviendas en un terreno determinado, para obtener un mayor beneficio económico a expensas de la calidad y la habitabilidad de las mismas, convirtiéndose así en una fábrica de casitas de la Barbie, no por lo bonitas claro está, sino por lo mezquinamente diminutas.
Por último, la precariedad del espacio público es, por una parte, un problema técnico de gestión urbanística fácil de resolver, que a menudo determina el porcentaje de suelo que debe ser cedido para espacio público y dotaciones en función solo del área del terreno (un 25% de éste), sin tener en cuenta la densidad de viviendas, pero sobre todo porque el maligno parágrafo del artículo mencionado anteriormente hace posible las aberraciones urbanísticas. Por otra parte, se trata de una perversión gestada a menudo desde las mesas de diseño de las empresas promotoras para las cuales el espacio público es visto simplemente como el “terreno sobrante”. Y finalmente, por la complacencia que los organismos de control de la administración pública suelen mostrar hacia los intereses de los grupos constructores, que da lugar a perversiones urbanísticas de catálogo, las que incluso en ocasiones han sido orquestadas desde las mismas administraciones locales.
A pesar de que ante este panorama algunas asociaciones del gremio de la construcción se atreven a insinuar con cierto cinismo que la vivienda pública no puede aspirar a mucho más, es justamente ese tipo de mentalidad la que tenemos que empezar a cambiar. Primero, porque mientras en la provisión de vivienda pública prime el beneficio económico del sector privado por encima del bienestar colectivo de la sociedad no habrá mucho que podamos rescatar. Y segundo, porque es necesario que ampliemos nuestro concepto de la vivienda pública más allá de la vivienda pobre y estigmatizada de la actualidad para crear una oferta realmente alternativa que abarque una porción más amplia de la sociedad, cuestión que por cierto ya está inventada, cosa que sabríamos si dejáramos de mirarnos el ombligo cuando intentamos resolver los problemas locales.
A la luz de los cuatro indicadores aquí planteados y lejos de pretender hacer de esto un dogma urbanístico, cada ciudadano puede evaluar si los actuales proyectos de vivienda pública se pueden calificar como “buenas prácticas” o no. Esto, sin perder de vista que en la normativa colombiana vigente existen instrumentos de gestión urbanística para regular este tipo de actuaciones, pero para usarlos adecuadamente hace falta la voluntad política local que, a pesar de las promesas electorales y de algunos casos aislados, muy a menudo brilla por su ausencia.
De momento, si somos conformistas podemos alegrarnos con las buenas intenciones y con el hecho de que cada vez haya mas familias de bajos ingresos que ahora tienen “una vivienda digna” aunque todavía nadie haya definido bien esto qué significa, pero con certeza aún no implica, como sería de esperarse, su efectiva integración a la dinámica de la ciudad y una mayor cohesión social en nuestra fracturada sociedad.
Carlos Alberto González GuzmánSeptiembre 15, 2009
-----------------------------------
Publicado: Diario El Tiempo
Edición Digital, Sección Opinión. Colombia, Septiembre 15 de 2009
+ Enlace al artículo
-------------------------------------