“Si no le gusta, bájese aquí y coja otro”. Con esta frase han dejado tirado en plena calle a más de un parroquiano, después de haberse atrevido a sugerirle al taxista que condujera sin exceder la velocidad y sin pasarse los semáforos en rojo. El que un taxi, literalmente, se pelee con otros para capturar un pasajero y luego haga todo lo posible para dejarlo en su lugar de destino en el menor tiempo posible, no es la muestra de una exitosa política empresarial orientada al cliente, sino un claro síntoma de esa otra guerra del centavo, la del taxi.
Durante décadas, mucho se ha dicho sobre la guerra del centavo asociada al modelo de transporte público colectivo tradicional y la necesidad de eliminarla. De la guerra del centavo amarilla, la del taxi, poco o nada se dice, a pesar de que el servicio presenta cada vez más los mismos síntomas: sobreoferta, poca regulación y control, conducción agresiva, parque vehicular inadecuado, maltrato al usuario, alta accidentalidad y contratación de conductores en la modalidad de destajo y sin prestaciones ni seguridad social.
Las alcaldías por su parte, se muestran preocupadas por el nocivo efecto que tiene la sobreoferta de taxis en la movilidad. En una ciudad como Bogotá, por ejemplo, se estima que el taxi ocupa un 32% de la malla vial para movilizar sólo un 5% de los viajes motorizados (PMMB, 2006). Aún así, hablar de la guerra del centavo en el servicio de taxi sigue siendo un tabú que, sin lugar a dudas, ayuda a perpetuar el modelo de negocio defendido por un nocivo amiguismo entre empresarios del transporte y algunos políticos locales.
Mientras una empresa afiliadora maximiza su beneficio vinculando el mayor número de taxis posible, cada propietario de taxi lo hace poniéndolo a circular la mayor cantidad de horas posible e imponiendo condiciones laborales abusivas a sus conductores. Dado que el conductor no tiene un salario base, pues el total de sus ingresos depende de lograr un excedente de la cuota fija que debe entregar diariamente al propietario del taxi, este debe realizar jornadas laborales de más de doce horas y hacer todo tipo de peripecias en la vía con el fin de incrementar el número de viajes realizados con pasajero a bordo. La actual sobreoferta hace más feroz la competencia, ahora es más común encontrar que al llegar el final de la jornada el 100% del recaudo sea para cubrir la cuota del propietario del taxi y no haya el excedente destinado al conductor. Esta situación presenta todos los ingredientes necesarios para un coctel explosivo, en el que la ciudad y los usuarios del taxi son los directos perjudicados.
Como si esto fuera poco, las empresas y propietarios de taxi exigen al gobierno local fórmulas para mitigar el caos que ellos mismos generaron con su sobreoferta. Piden que se les habiliten pistas de taxis sobre arterias urbanas a la entrada de centros comerciales, sin importar que eso entorpezca la movilidad de la zona. Han llegado a sugerir que les permitan circular por el carril exclusivo del sistema de transporte masivo, con el amañado argumento de que también son transporte público. Incluso hay quienes piden que aumenten los días de restricción vehicular a los automóviles (pico y placa) para obligarlos a usar el taxi.
El toque ‘folclórico’ llega cada año al acercarse las festividades decembrinas, cuando asistimos al tira y afloje entre el gremio de taxistas y el alcalde de turno para que se decrete un aumento temporal de la tarifa al usuario a manera de ‘aguinaldo de navidad’ para el conductor. Es decir, que entre todos los usuarios del taxi pagamos al conductor el salario extraordinario (prima) que su empleador le niega. Ya es hora de que nos pongamos serios y avancemos hacia una gestión pública y verdadera regulación y control del servicio de taxi, y una profesionalización del oficio de taxista.
Cabe hacer un reconocimiento a aquellas empresas que se esfuerzan por ofrecer un mejor servicio (vehículos limpios, en buenas condiciones técnicas y dotados con radiofrecuencia), pero eso no las exime de su responsabilidad en la guerra del centavo amarilla y la sobreoferta que ahoga la movilidad de la ciudad. También cabe destacar a aquellos taxistas de conducción responsable y trato amable, la gran mayoría de los cuales trabaja en condiciones de explotación laboral que los ciudadanos preferimos ignorar, igual que lo hemos hecho durante décadas con los conductores de buses y busetas, olvidando que no hay real desarrollo sin bienestar social.
Este panorama nos plantea algunas tareas fundamentales: La oferta de taxis debe estar en función de la demanda real de dicho servicio y no de los intereses de las empresas afiliadoras. Avanzar hacia una única entidad de gestión pública responsable de la planificación y seguimiento del servicio prestado por los operadores privados. Los propietarios de taxi deben garantizar a sus conductores los derechos laborales establecidos por la ley. El oficio de conductor de taxi debe exigir formación certificada. Las autoridades locales deben ejercer una verdadera regulación y control del servicio, y mayor exigencia en la expedición de licencias de conducción para transporte público.
Mientras tanto, sigamos prestos a llamarle la atención a aquel taxista de conducción irresponsable. Eso sí, mantengamos un celular a mano para que un amigo o familiar nos recoja en el caso de que por ello otra vez se nos invite ‘amablemente’ a prescindir del servicio.
Carlos Alberto González GuzmánMarzo 22, 2013
--------------------------------------
Publicado: Revista Semana
Edición Digital, Sección Opinión Online. Colombia, Marzo 22 de 2013
+ Enlace al artículo
---------------------------------------