Para nadie es un secreto que en algunos círculos de políticos, técnicos locales y ciudadanos se ve a las familias de bajos ingresos como una especie de espíritu maligno que ha de ser expulsado de aquellas zonas de la ciudad en las cuales se ha determinado llevar a cabo un proyecto de renovación urbana. Para reafirmarse, dichos círculos en ocasiones se preguntan en voz alta “¿Y dónde está el problema de expulsar a toda esa gentuza de un barrio en el cual los sectores público y privado invertirán tanto dinero para mejorar el entorno urbanístico y generar mayor dinamismo?” Pues muy bien, el problema está precisamente ahí, en desconocer el componente humano como parte integral de la ciudad.
La gentrificación urbana, término ampliamente debatido en países desarrollados pero de naciente importancia en países como Colombia, no es otra cosa que el fenómeno mediante el cual las familias de bajos ingresos se ven expulsadas de una zona céntrica de la ciudad que es objeto de un proyecto de renovación urbana que busca dinamizarla en sus componentes urbanístico y económico. Dicha expulsión puede darse a manos de la administración local reubicándolas en “otras zonas más acordes a su condición socio-económica”, o a manos del mercado ante la incapacidad de dichas familias de hacer frente a incrementos en los impuestos a la propiedad o los alquileres de las viviendas en la zona.
La idea de una renovación urbana incluyente, como contraposición a la gentrificación urbana, ha sido no pocas veces caricaturizada maliciosamente por algunos como “la rocambolesca idea en la cual los otrora indigentes de la zona, algunos de ellos drogadictos e incluso delincuentes, pasarán de habitar en tugurios a vivir en un pent-house y de empujar improvisadas carretas a conducir un automóvil del año”. Aquella burda malinterpretación de quienes en el fondo abogan por mantener el statu quo de segregación social espacial de nuestras ciudades, no puede estar más alejada de los objetivos planteados.
Lo que en realidad busca transmitir la renovación urbana incluyente es la necesidad de integrar a los residentes de bajos ingresos a la nueva dinámica tanto del barrio como de la ciudad, y de que las mejoras físicas, espaciales y económicas en el barrio también signifiquen mejoras para los que ahí han vivido durante años, en su amplia mayoría familias trabajadoras y honestas que también desean una mejor ciudad para sus hijos. El elemento clave aquí es la diversidad social y la mixtura de usos y actividades urbanas. En este sentido, la experiencia práctica empieza a indicarnos que ello es más factible si dichos proyectos se realizan en el marco de una colaboración gubernamental de orden nacional y local, esquemas de financiación público-privados, una oferta de vivienda mixta tanto pública como privada, y una promoción de la diversidad de usos y actividades en la zona.
Desde la perspectiva de la renovación urbana incluyente, se ha de tener en cuenta que los vecinos implicados pueden ser muy diversos y que entre aquella gran mayoría que simplemente clasifica en el renglón de familia de bajos ingresos y aquella minoría que ya malvive en la miseria urbana e incluso algunos en la indigencia, existe una amplia gama de categorías, cada una de las cuales implica un nivel de intervención pública y de asistencia social específica, en función de lograr un mayor bienestar colectivo. De lo que se trata es de que incluso a ese nivel crítico de degradación social representado por los grupos de indigentes, se lleven a cabo programas de asistencia para la reinserción y su efectiva integración socio-económica a la ciudad.
Lo importante no es exorcizar a los pobres de ciertos lugares de la ciudad, lo realmente fundamental es exorcizar la pobreza extrema. Tal propósito apunta no en un sentido utópico de la expresión, sino que debe ser entendido como la erradicación de la miseria urbana en que viven los grupos marginales, y la normalización a estándares mínimos de habitabilidad y calidad de vida de las familias de menores ingresos al igual que su derecho a habitar en diversas zonas de la ciudad. De lo contrario seguiremos jugando a cambiar la pobreza de lugar, engañar a los ciudadanos con discursos vacuos de inclusión social y vanagloriarnos con las bonitas postales que nos permite el maquillaje urbano, mientras ponemos más énfasis en el marketing de nuestras ciudades que en afrontar con seriedad los retos que estas nos plantean.
Carlos Alberto González GuzmánOctubre 7, 2011
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Publicado: Revista Dinero
Edición Digital, Sección Opinión. Colombia, Octubre 7 de 2011
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