'Dado que el problema de la movilidad urbana radica en que cada vez hay más carros pero se construyen menos vías, la solución es tan sencilla como equilibrar la balanza, apurando la construcción de más infraestructura viaria'. Esta afirmación, aunque suene lógica, está muy lejos de ser cierta.
Lo primero que hay que decir es que si el problema fuera tan fácil de resolver ya estaría resuelto desde hace muchos años. No es un secreto que, hace ya casi medio siglo, ciudades como Los Ángeles (CA), Dallas (TX) y Detroit (MI) entre otras, optando por seguir tal lógica, construyeron grandes sistemas de autopistas. Como tampoco es un secreto que, en la actualidad, dichas ciudades no solo siguen padeciendo una gran congestión de tráfico, y múltiples externalidades negativas asociadas, sino que la situación en lugar de mitigarse, parece haber empeorado drásticamente.
A pesar de su evidente fracaso, este caduco enfoque de la planificación del transporte ampliamente aplicado en ciudades norteamericanas durante los años 70, sigue enquistado en nuestro imaginario colectivo, y lo que es peor, sigue siendo la luz que guía la toma de decisiones de gran parte de los políticos locales, solo con contadas excepciones.
Desde el rigor técnico de la disciplina del transporte, la idea de resolver los problemas de movilidad sólo a partir de ofrecer más infraestructura vial al vehículo privado, es conocido como ‘planificación del transporte desde la oferta’. Es decir, un trillado ejercicio que evolucionó a partir de la regla de tres, en el cual lo que se calcula es cuántas nuevas vías o carriles deben ser construidos para que el tráfico vuelva a fluir de manera normal.
En lo que no reparamos los ciudadanos del común, es que se trata de la ‘crónica de una muerte anunciada’, pues la evolucionada regla de tres también determina cuándo dicha ampliación quedará completamente colapsada, y así, unos años después, todo vuelve a empezar. De esta manera, seguiremos dando vueltas en este pernicioso círculo de inmovilidad urbana.
El pequeño detalle, insignificante para algunos, es que el espacio para vías en la ciudad no es infinito, de hecho es un recurso escaso. Así, una vez hayamos utilizado todo el espacio disponible descubriremos, sin ninguna sorpresa, que el parque automotor ha seguido creciendo a un ritmo aún mayor, tanto por la expectativa de que se contará con más vías, como por el gran impulso que le da al sector automovilístico el crecimiento económico.
En tal escenario, resulta evidente que los efectos de la congestión ya no son iguales sino aún peores; que la velocidad media en automóvil, como ocurre en el centro de New York, es similar a la que, 100 años atrás, tenían los carruajes de caballos; que las atestadas autopistas de dos pisos, como en Ciudad de México, son un monumento al despilfarro; y que los peligrosos niveles de contaminación, como ocurre en Santiago de Chile, nos impedirán salir a la calle unos cuantos días al año. ¿Futurismo sin fundamento? No, simplemente, la escueta descripción de una triste realidad.
Para aquellos a quienes los análisis basados en argumentos urbanísticos y ambientales no les despierta el mismo respeto que los realizados desde el ‘pragmático’ enfoque económico, solo resta recordarles la frustración de los contribuyentes al ver cómo después de grandes inversiones en infraestructura viaria, el problema de la congestión rápidamente reaparece e incluso parece más grave.
Así, los propietarios del preciado vehículo privado reclaman a su alcalde soluciones rápidas, y éste, para no perder popularidad entre sus futuros votantes, se apresura a rascar las ya precarias arcas locales con tal de proveer más ‘vías rápidas’.
Otro pequeño detalle, insignificante si se quiere: no solo el presupuesto de la ciudad es limitado, sino que el destinado para infraestructura, en el círculo de la inmovilidad, es siempre insuficiente ante la insaciable demanda de inversiones del vehículo privado.
Solo queda entonces echar mano de artilugios como ‘Megaobras por Contribución de Valorización por Beneficio General’ y ‘Autopistas urbanas por concesión con peaje electrónico’, que lo único que harán, salvo contadas excepciones en las que se trata de obras realmente necesarias, será consumir más suelo urbano y aportar más vehículos a la ciudad.
¿Será que en Colombia tenemos que llegar hasta tal punto de caos y despilfarro para darnos cuenta que abordar los problemas de movilidad urbana desde el enfoque de la oferta, no conduce a ninguna parte? Y si tal enfoque no funciona ¿qué alternativas hay? ¿Estamos a tiempo de reorientar el rumbo, y evitar recorrer el largo camino de equivocaciones de ciudades norteamericanas que algunos intentan vendernos como modelos dignos de imitar? Sin duda se trata de una urgente y prometedora discusión que recién empieza.
Carlos Alberto González GuzmánFebrero 2, 2011
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Publicado: Revista Dinero
Edición Digital, Sección Opinión. Colombia. Febrero 2 de 2011
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